¿A qué huele el mundo, pues? Tal vez a humo, lo que pudiera resultar de muy graves consecuencias cuando el olfato incumple su función preventiva para advertirnos de un peligroso incendio, cuestión de mucha mayor entidad que la enojosa molestia de descubrir demasiado tarde que lo quemado está en la cocina... y enseguida estará en la basura. También huele a primavera —antes de tiempo, merced al calentamiento global—: huele a dulces aromas de la naturaleza, a flores en parques y jardines, a tierra mojada cuando por fin llueve; incluso a ese perfume tan impertinente impuesto por algunas féminas a su paso… pues no todos los efluvios que los anósmicos dejan de captar implican una desventaja: en las grandes urbes es obligado soportar la contaminación de múltiples agentes irritantes que la tecnologizada civilización reparte por doquier y en el campo no es tan fácil librarse de la desagradable hediondez de los purines, que por algo las granjas se instalan a sotavento de las poblaciones. Y por si esto no fuera suficiente, los espacios informativos dejan constancia cotidiana de cierta pestilencia a podrido, sólidamente afianzada en la vida pública. En tal caso, de nada sirve taparse la nariz; es preciso sobrellevar lo nauseabundo con sensatez y sabia prudencia.
Publicado en El Periódico de Aragón, el viernes 12 de abril de 2024.
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